Crónica

AL SON QUE ME TOQUEN

Son las once de la noche, una llovizna incesante y fastidiosa cae en la ciudad y el frío se extiende sobre las calles solitarias. Hemos llegado, el sitio no tiene aviso ni puerta, tan sólo una reja blanca nos anuncia que es ahí. Es la entrada a un sótano de aspecto inseguro y sombrío, en un viejo edificio en la musical carrera setenta de la ciudad de Medellín. Con desconfianza curiosa nos disponemos a seguir. Detrás de la reja hay un hombre viejo, robusto y desaliñado que nos abre y nos da la bienvenida, junto a él un joven de mirada ausente nos ofrece chicles y cigarrillos, les agradecemos sin detenernos y continuamos nuestro camino. Al bajar por las escaleras comienza a sentirse un rumor de música y bullicio, en el ambiente hay una energía sugestiva, una sensación acogedora, un leve calor.

Adentro hago un esfuerzo para que mi visión se acople a la oscuridad y a las luces discotequeras. El lugar es más pequeño de lo que parece, lanzo una mirada panorámica y veo, además de la decoración multicolor, muchas caras jóvenes, asistentes embriagados de alcohol y de salsa, la música es estrepitosa, hay multitud, hay ambiente total de rumba. Estamos en el Tíbiri.

El Tíbiri es un parche salsero que convoca a estudiantes y maestros bohemios de universidades públicas y a otros cristianos, rezagados amantes del son cubano, es un buen plan de viernes cultural para los que tienen pocos pesos en el bolsillo y muchas ganas de rumbear. Es un bar de visita obligada para quienes disfrutan del sonido de la salsa tradicional en compañía de las descargas de piano inconfundibles de Richie Rey, del timbal candente de Tito Puente y Ray Barretto y de las voces desgarradoras de Héctor Lavoe, Ismael Miranda y Roberto Roena, entre muchos otros.

El sonido ensordecedor de la salsa retumba en las cabezas sudorosas de los bailarines desenfrenados, parece que un múltiple ataque rítmico que les hace hervir la sangre los ha invadido a todos, transpiran alegría, pasión y mucho alcohol. Allí adentro, en ese pequeño sótano sin aviso, la noche y el aire están llenos de trópico y de sabor latino, de bongó, de trompeta y de guaracha.

Luego de ver este espectáculo vehemente y con el corazón exaltado aún, le pedimos a un mesero que nos acomode cerca de la pista de baile, en una de las pocas mesas disponibles que hay, el calor es insoportable, pedimos algo de tomar y nos disponemos a dejamos contagiar por el ritmo en una descarga de timbal.

Marie es una asidua visitante del Tíbiri, una joven Inglesa de raíces boricuas, su piel pálida contraste con su cabello rojo y sus ojos azules, tanto que brilla entre la multitud, ella llegó de intercambio estudiantil a la Universidad de Antioquia y se enamoró de Medellín y de la salsa. Dice sentirse latina hasta los huesos y por la manera como baila parece que efectivamente nació en el continente equivocado. Su sangre se calienta y su corazón se acelera cuando sale a la pista de baile a demostrarnos que ama ese ritmo y que a pesar de su nacionalidad insípida el sabor latino corre por sus venas.

Una hora más tarde, anuncian el show de Rogelio y Lola y sale a la pista de baile un hombre pequeño, de piel morena, al cual solo se le ven a la distancia sus dientes blancos y su traje de lentejuelas destellantes que atontan la mirada. Rogelio Lleva abrazado a él una curvilínea muñeca de trapo de su misma estatura atada a sus zapatillas blancas, el público rompe en aplausos y así comienzan veinte minutos continuos de baile desenfrenado en el que Rogelio literalmente desbarata a su pareja de baile. Hace seis años baila salsa y no ha parado de deleitar a la gente con su espectáculo en vías públicas o donde la vida lo ponga. Confiesa que ha cambiado de pareja varias veces y mostrando su blanquísima sonrisa lanza una estruendosa y contagiosa carcajada para decirnos que Lola ha sido la que más lo ha querido, la que más le ha aguantado.

Termina su demostración bañado en sudor luego de las maromas y piruetas hechas y aunque esté exhausto dice que siempre hay un último baile, se dirige al público y lleva hacia la pista una jovencita que pretende seguirle el paso, pero definitivamente nos damos cuenta que a Rogelio la única que le da la talla es Lola. Luego de la lluvia de risas y aplausos pasa por cada mesa recogiendo su paga en monedas y en tragos de licor y haciendo chistes flojos para animar el bolsillo de los presentes.

A las tres de la madrugada se comienzan a encender las luces del lugar anunciándonos que es hora de irnos, Rogelio se ve a lo lejos guardando cuidadosamente a su desalmada y desbaratada compañera de baile en una vieja maleta negra y sale en busca de otro lugar en el que pueda continuar su función.

Marie, embriagada hasta el tuétano, pide que le pongan la última canción mientras sus amigos la llevan a rastras por las escaleras del lugar, condición patética para algunos y muy divertida para otros, la inglesita nos brindó el segundo espectáculo de la noche.

Al salir del Tíbiri, el aire frio de la ciudad nos golpea fuertemente y el alcohol empantana nuestras cabezas, algunos no quieren irse, no quieren salir de ese oscuro sótano que por unas horas les brindó el placer de sentirse vivos, no quieren regresar a la fría e implacable realidad. Algunos se dispersan entre la llovizna, que no ha dejado de caer, otros se dirigen hacia los pocos puestos de comida rápida que aún están vendiendo lo que les sobró de la noche y los demás buscamos un lugar para continuar con la fiesta. La noche de salsa y desenfreno en el Tíbiri ha terminado para algunos, pero para nosotros la noche aún palpita.

Crónica opinativa Escrita por: Sandra Edith Estrada H.

Fecha: 02 de noviembre de 2007